Malfred Gerig
“Quizá este texto confirme lo que muchas personas han sospechado siempre: que la historia ─entre otras muchas y más importantes cosas─ es el registro de los crímenes y de las locuras de la humanidad. Pero no ayuda a hacer profecías”
E. Hobsbawm
I
Quizá el mayor cambio ocurrido en el panorama mundial desde que Hobsbawm escribió las líneas finales de The Age of extremes sea el retorno de las Grandes Potencias. Allí, el decano de la historiografía marxista, se preguntó “¿Dónde estaban las potencias internacionales, nuevas o viejas, al fin del milenio?” Y luego señaló: “por primera vez en dos siglos, el mundo de los años noventa carecía de cualquier sistema o estructura internacional (…) El único estado que se podía calificar de gran potencia, en el sentido en que el término se empleaba en 1914, era los Estados Unidos”3. Para nuestro autor, Rusia “nunca desde Pedro el Grande había sido tan insignificante”; Reino Unido y Francia tenían “un estatus puramente regional”; Mientras que Alemania y Japón eran grandes potencias económicas, mas no geopolíticas. ¿Cómo ha cambiado la Weltpolitik desde ese diagnóstico? Alemania y Japón siguen siendo potencias geoeconómicas, pero no geopolíticas, sin embargo, lo que para aquel momento era una osadía analítica de Hobsbawm, hoy es un perogrullo repetido por “antiglobalistas”. Reino Unido no conserva un estatus ni siquiera regional, malgré sus submarinos nucleares, mientras que Francia lucha por conservarlo. La Rusia de Vladimir Putin, por su parte, ha tirado los dados con la Invasión a Ucrania, y consecuencias semejantes a las de la Guerra ruso-japonesa de 1905 son esperables para Moscú.
La historia del retorno de las Grandes Potencias en el siglo XXI, sin embargo, no sólo se encuentra relacionada con el descenso de la civilización burguesa europea que comenzó en la Primera Guerra Mundial, ya que, sobre todo, está anudada al ascenso del mundo no Occidental como consecuencia directa de la Segunda Guerra Mundial. Escribiendo a finales de la década de 1960, Geoffrey Barraclough arguyó que cuando se escribiera la historia del siglo XX desde la perspectiva del siglo XXI, “ningún tema parecerá de mayor importancia que la rebelión contra Occidente”4. Ya en la década de 1990 Hobsbawm escribió:
De hecho en 1970 ningún territorio de gran extensión continuaba bajo la administración directa de las antiguas potencias coloniales o de regímenes controlados por sus colonos, excepto en el centro y sur de África, y, naturalmente, en Vietnam, donde en ese momento rugían las armas. La era imperialista había llegado a su fin5
Si evocamos la imprescindible distinción entre lógicas de expansión territorialistas y lógicas de expansión capitalistas hecha por Arrighi, se puede argumentar ante Hobsbawm que lo que había llegado a su fin fue una era del imperialismo territorialista, y no la era imperialista en sentido amplio, ya que la economía-mundo capitalista es inseparable de la dominación entre clases, regiones y países. A la luz de dos décadas del siglo XXI, por un lado, y a la disputa hegemónica sino-estadounidense con la configuración de nuevas relaciones de poder que sucede a toda expansión financiera, por el otro, una nueva era del imperialismo territorialista se encuentra frente a nosotros. El wilsonismo, el leninismo y la doctrina de libre determinación de los pueblos vade retro. Además, Asia parece ser la única región que aún mantiene la “rebelión contra occidente” de la que hablaba Barraclough. América Latina y África, por su parte, quizá fueron los dos continentes que más han sufrido en el trascurso del nuevo milenio dos tendencias centrales que Hobsbawm señaló: la “democratización y privatización de los medios de destrucción”, por un lado, y el incremento de los “costes de controlar la violencia no oficial”, por el otro6. Los miles de muertos por la violencia no política, y política, en América Latina desde la década de 1990 son sólo comparables a la cantidad de muertos dejados por las infinitas guerras civiles del siglo XIX y por los estragos de la Guerra Fría en la región.
Ahora bien, lo que Hobsbawm logró captar con lucidez fue la razón de ser de los conflictos por seguridad y violencia en el siglo XXI: “la creciente separación entre las zonas ricas y pobres del mundo”, sentenció. La intolerancia ante la inmigración sería expresión primaria de ello. En consecuencia, la prognosis del historiador marxista nos dejó dos lecciones para el siglo XXI: “el primer mundo podía ganar batallas pero no guerras contra el tercer mundo”, por lo que veríamos una continuidad de guerras bajo la modalidad de “operaciones militares”. A la luz de los acontecimientos, Roma locuta causa finita.
II
Hacia el fin de siècle, ciertas variantes intelectuales expresión del espíritu épocal posmoderno declararon el fin de los grandes relatos. La relación entre impotencia y el “aparente fracaso de todos los programas”, al decir de Hobsbawm, era muy clara. Al ocaso de la utopía soviética le siguió el auge de la utopía ultraliberal. Así, el fin del Gosplán fue aliciente para el retorno de la fábula de las abejas de Mandeville. A estas alturas podemos sostener que el neoliberalismo cumplió con solo una parte de la ecuación de Mandeville, es decir, propició una eclosión de vicios privados que, sin embargo, no repercutieron en un auge de los beneficios públicos. Antes al contrario, resultaron en una nueva era de nihilismo. El “aparente fracaso de todos los programas” residió en la incapacidad de todos los programas para “dar soluciones permanentes a un mundo en crisis”8.
El fracaso del comunismo soviético era un tema baladí cuando Hobsbawm escribió su Age of Extremes. Mayor atención merece su señalamiento de que la utopía ultraliberal también estaba en quiebra y que la principal expresión de ello residía en las Terapias de Shock en la Rusia postsoviética. Para Hobsbawm, el fracaso de la planificación centralizada y de la anarquía de mercado ─para usar la contraposición que gobernó el siglo─, arrojaba un balance funesto, no sólo sobre las expectativas en torno al comunismo de tipo soviético o a la teología neoliberal, sino también sobre los “modelos mixtos”, los cuales en su criterio “presidieron los milagros económicos más impresionantes del siglo”9. La consecuencia que extrajo Hobsbawm de estas constataciones es crucial para una lectura de la actualidad:mostraron, en suma, que las instituciones colectivas humanas habían perdido el control sobre las consecuencias colectivas de la acción del hombre. De hecho, uno de los atractivos intelectuales que ayudan a explicar el breve auge de la utopía neoliberal es precisamente que esta procuraba eludir las decisiones humanas colectivas10
Ese proceso de enajenación no ha disminuido su fúnebre progreso. Para el revival contemporáneo de la utopía neoliberal, la solución a todos los asuntos humanos parece ser extirpar el componente humano que hay en ellos. Así pues, neófitos en la historia del cambio tecnológico declaran que la Inteligencia Artificial generativa puede solucionar este o aquel problema humano, por ejemplo, por el simple hecho de que borra el componente de decisión humana de la ecuación. El meollo del asunto es que cada vez más las pasiones políticas y la imaginación sobre el futuro están gobernadas por ese nihilismo encarnado en la perdida de confianza en las instituciones colectivas humanas. La enajenación de la que alertó Hobsbawm conlleva a que la humanidad pierda un gran motor de progreso, a saber, la capacidad de decidir colectivamente. De las “ruinas de las antiguas instituciones e ideología” creció una “amalgama de consignas y emociones”: “una mezcla de xenofobia y de política de identidad”, señaló proféticamente el historiador11.
III
IV
En el campo político ─el cual al decir del autor de The Age of Revolution, no es un buen lugar para la futurología─ la principal tendencia era que sentados sobre la permanente celebración del triunfo de la democracia liberal y el capitalismo, los apologetas del orden demoliberal eran incapaces de observar “el debilitamiento del estado nación, la institución política central desde la era de las revoluciones”14. El diagnóstico era claro:
A finales de siglo el estado-nación estaba a la defensiva contra una economía mundial que no podía controlar; contra las instituciones que construyó para remediar su propia debilidad internacional, como la Unión Europea; contra su aparente incapacidad financiera para mantener los servicios a sus ciudadanos que había puesto en marcha confiadamente algunas décadas atrás; contra su incapacidad real para mantener la que, según su propio criterio, era su función principal: la conservación de la ley y el orden públicos15
En este respecto, Hobsbawm puede ser apuntado con el arma de la que más se ha echado mano para criticar The Age of Extremes: eurocentrismo. ¿Acaso el debilitamiento del Estado nación no era un fenómeno principalmente occidental? En este punto Hobsbawm no pareció ser capaz de combinar los efectos de las tendencias que venía señalando infra. ¿Cuál sería la metabolización del debilitamiento del Estado-nación combinado con la pulsión hacia el nihilismo al que condujo el “aparente fracaso de todos los programas”? ¿Cuáles serían las consecuencias del debilitamiento del Estado-nación en una era de retorno de la política de poder entre Grandes Potencias.
Paradójicamente, hasta el mismo Hobsbawm pareció no escapar del Zeitgeist cuando arguyó que “si estas décadas demostraron algo ─ refiriéndose a los años setenta y ochenta─, fue que el principal problema del mundo, y por supuesto del mundo desarrollado, no era cómo multiplicar la riqueza de las naciones, sino cómo distribuirla en beneficio de sus habitantes”. Luego sostuvo: “la distribución social y no el crecimiento es lo que dominará las políticas del nuevo milenio”. Sin embargo, la producción industrial eclipsa cualquier escenario geopolítico y político desde que el Estado desarrollista chino ingresó en la Organización Mundial del Comercio, convirtiéndose en la fábrica del mundo y campeón exportador. La lección definitiva es que la cuestión de la distribución es un lujo para los pueblos subalternos. La lección definitiva de China es que el único camino de rebelión que entiende Occidente es en el que la riqueza conduce al poder.
V
El siglo XXI sería, además, el siglo del problema de la autoridad. La forma en que Hobsbawm expuso el asunto es diáfana: “una época en la que el gobierno podía (debía, dirían algunos) ser gobierno «del pueblo» y «para el pueblo», pero que en ningún sentido operativo podía ser un gobierno «por el pueblo»”17. En suma, una era donde las elecciones habían erosionado a la democracia, como si se tratara de una distopía satírica, ya que, como sostuvo el mismo Hobsbawm, en una gran cantidad de cosas importantes “la opinión pública no servía de guía”. “Todo observador serio ─expresó sin menor complacencia el historiador─ sabe que muchas de las decisiones políticas que deberán tomarse a principios del siglo XXI serán probablemente impopulares”18 ¿Quiénes serían los ganadores de la nueva era “populista”? “quienes menos problemas tenían a la hora de tomar decisiones eran los que podían eludir la política democrática”, respondió. En resumidas cuentas, ganarían aquellos con menos cuestiones que resolver ante el electorado. El autoritarismo como remedio a lo que desde la década de 1970 se llamó crisis de legitimación. Si el siglo XX había sido la centuria del ascenso del pueblo, el XXI sería el siglo de su retirada. Adiós democracia parlamentaria de tipo liberal, bienvenida “democracia plebiscitaria”
VI
En un exquisito texto dedicado a Hobsbawm, Perry Anderson distinguió entre ser derrotado o doblegado: “Pero no es lo mismo ser derrotado que doblegado. Ninguno de estos escritores ha inclinado la cabeza ante los vencedores. Si se quiere una línea divisoria entre lo que se ha convertido en centro y lo que sigue siendo la izquierda, estaría aquí”20. Por supuesto, Hobsbawm personifica a la izquierda vencida, como la llamó Anderson. Pero también, encarna a la izquierda que no se doblegó. Los motivos de su esperanza así lo reflejan. “Una cosa está clara ─precisó─: si la humanidad ha de tener un futuro, no será prolongando el pasado o el presente”21. Frente a los riesgos de la implosión generada por las contradicciones acumuladas en las estructuras humanas, por un lado, o la explosión como resultado del deterioro de la base material de la vida, esto es, la naturaleza, la única opción para la humanidad es no repetirse. Y si la historia no sirve para hacer profecías, si sirve para evitar la repetición.
Referencias
[1] E. Hobsbawm, Historia del siglo XX, 1914-1991, Barcelona, Crítica, 1995, p. 16.
[2] Ibid., pp. 15-6.
[3] Ibid., p. 552.
[4] G. Barraclough, An Introduction to Contemporary History, Harmondsworth, Penguin, 1967, pp. 153-154.
[5] E. Hobsbawm, Historia del siglo XX, 1914-1991, cit., p. 225.
[6] Ibid., pp. 553-554.
[7] Ibidem.
[8] Ibid., p. 556.
[9] Ibid., p. 557.
[10] Ibidem.
[11] Ibid., p. 559.
[12] Ibid., p. 566.
[13] Ibid., p. 567.
[14] Ibid., p. 568.
[15] Ibid., pp. 568-569.
[16] Ibidem.
[17] Ibid., p. 571.
[18] Ibid., p. 575.
[19] Ibid., p. 572.
[20] P. Anderson, Spectrum: de la derecha a la izquierda en el mundo de las ideas, Madrid, Akal, 2005, p. 13.
[21] E. Hobsbawm, Historia del siglo XX, 1914-1991, cit., p. 576.
